¡Quédate con nosotros! Parece que el universo entero recibió la súplica de los dos discípulos de Emaús y la proyectó como un impulso hacia lo alto, recogiendo los gemidos ininterrumpidos que hombres de toda raza, lengua y nación han y hemos elevado a Dios, ante lo que nos parecía ser su ausencia. Por todo el cosmos viajan los gemidos arrancados por nuestras soledades. ¡Quédate con nosotros, quédate conmigo, que no sé quién eres ni dónde estás! Este es nuestro grito que atraviesa los cielos sin saber en no pocos casos si en esos cielos hay Alguien.
Quisiéramos, desearíamos, no gritar más; casi como aceptando que el Dios hacia quien tienden nuestras carencias no sea más que un espejismo. Sin embargo, al igual que los dos de Emaús, somos impulsados por las huellas -quizás ya sólo cenizas de su paso como fuego por nuestras vidas. Aun con la tentación a veces de negar toda evidencia, los rescoldos de sus pasos persisten, y eso es lo que nos lleva a seguir buscándole. Hecha esta pincelada del fluir, lo queramos o no, de nuestros vacíos, volvemos los ojos a nuestros amigos de Emaús, aquellos que dieron cuerpo y forma a sus anhelos más profundos al tener la audacia de forzar a Jesús frenando sus pasos, al tiempo que le suplicaron desvalidos: ¡Quédate con nosotros! “Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado. Y entró a quedarse con ellos” (Lc 24,28-29).
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