¿Por qué no venden los tesoros del Vaticano?
¿Qué sucedería si mañana en todos los periódicos anunciaran en primera página que el gobierno mexicano coloca a subasta las Pirámides de Teotihuacán o que el gobierno inglés vende el Big Ben o el americano la Estatua de la Libertad o el francés la Torre Eiffel?
Muchos mexicanos, ingleses, americanos o franceses acogerían la noticia como la más grande de las tomaduras de pelo de los últimos tiempos.
¿Es posible vender un símbolo nacional, algo que representa un poco de aquella tierra, de aquel país? No, a ningún presidente cuerdo se le ocurriría hacer semejante barbaridad.
Y sin embargo, muchos preguntan: ¿por qué la Iglesia no vende sus “tesoros” artísticos para dar de comer a los pobres? ¿Por qué no vacía las elegantes salas del Vaticano o de los obispados de todas las hermosas estatuas, cuadros y esculturas?
Tratar sobre los “tesoros vaticanos”, usando un poco de sentido común, lo único razonable es decir que no existen. Es verdad que algunas personas, engañadas por publicidades falsas, malintencionadas o simplemente deseosas de aprovechar el tirón del “morbo” pueden haber llegado a pensar cosas tan disparatadas como que el Vaticano es una de las grandes potencias económicas del mundo. Pero eso es en el fondo porque se han creído lo que han oído sin una mínima reflexión.
El Vaticano es un pequeño territorio de unas pocas hectáreas, es decir, menos que lo que posee cualquier pequeño agricultor. Sus “posesiones” son una Iglesia, unos edificios de oficinas y unos jardines del siglo XVI, un museo y la residencia del Santo Padre. Aparte de esto posee algunos pequeños territorios en la ciudad de Roma y una zona de descanso en Castelgandolfo. Cualquiera puede entender que el valor de esto en la economía mundial de los grandes Estados como Estados Unidos o Japón o Rusia o Europa, es bastante ridículo. Pero incluso si se compara con una sola empresa un poco grande, los “tesoros del Vaticano” dejan de serlo.
El valor de lo que se podría llamar “tesoro Vaticano” es el que poseen las obras de arte de su museo, que ciertamente, gracias a que los Papas han sido siempre hombres de una gran cultura y un exquisito gusto, es uno de los mejores del mundo. Pero en lo económico su valor es parecido al que pueda tener el Louvre, el Prado, el Ermitage o el British Museum. Y a nadie se le ocurre pensar que el valor de esos museos es enormemente importante en la economía.
Su valor es fundamentalmente cultural. Lo cual a veces, en una mentalidad burguesa, se identifica automáticamente con valor económico. Pero eso no está producido por la realidad en sí, sino por la pobre mentalidad de quien confunde arte y dinero, porque cree que en este mundo todo se puede comprar.
Por lo que respecta a los objetos del culto hay que acordarse un poco de lo que significa amar. El amor de los enamorados les lleva a regalarse objetos preciosos, y está por ver el primer enamorado que le regala a su novia unos pendientes de hojalata. En la Iglesia Católica procuramos hacer lo mismo con Dios Nuestro Señor. Los objetos de culto son lo más bonito que podemos.
Eso no significa que eso sea dinero que podría haber ido a los pobres. Cuando se consigue abrir el corazón de la gente al Señor el dinero sale de su bolsillo para los pobres y para Dios. Y cuando no se consigue abrir el corazón de la gente a Dios el dinero no sale hacia los pobres, sino que se queda en la cuenta corriente de los potentados. Si no se hubiese empleado en Dios no habría llegado a ningún otro sitio.
En cuanto a los dineros del Vaticano hay que decir que tampoco es mucho y que cualquier pequeño banco de provincias mueve mucho más dinero que el Vaticano. Además, una gran parte de ese poco dinero que se mueve se dedica a obras benéficas, a través, en Roma, del convento de las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta que hay en el Vaticano y, en todo el mundo, del Pontificio Consejo Cor Unum, que preside la Caritas Internacional.
Por último conviene subrayar que en las congregaciones vaticanas (algo así como los ministerios de la Iglesia) hay pocos empleados y no se parecen en nada a los grandes ministerios de las naciones. Por ejemplo en el Pontificio Consejo para la Familia trabajan, contando desde el Cardenal hasta el Conserje, 14 personas. Es decir, que los presupuestos no dan en el Vaticano para grandes derroches financieros.
En consecuencia, el análisis de los “tesoros vaticanos” no nos lleva a escandalizarnos, sino a pensar que debemos ayudar más al Santo Padre en lo económico, especialmente a través de la colecta del óbolo de San Pedro, que se celebra en la Iglesia Universal el día 29 de junio. Cuanto más dinero le llegue mayor bien podrá hacer a los necesitados de todo el mundo.
Los tesoros de la Iglesia pertenecen a toda la Iglesia, la de hoy, la de ayer, la de siempre. Cada uno de los cuadros, estatuas, edificios, no son únicamente un conjunto de colores o piedras, colocados en modo más o menos artísticos. Cada uno de ellos encarna de alguna manera una persona, un ideal, una época de la vida de la Iglesia.
Para terminar, apelaremos al motivo más fuerte de la FE: cuando hablamos de “tesoros del Vaticano” o, mejor aún, “tesoros de la Iglesia”, nos estamos refiriendo sobre todo y principalmente a los tesoros de la GRACIA divina. Es decir:
- al tesoro incomparable e invaluable de los sacramentos, el ser depositaria del Cuerpo Santísimo de nuestro Señor Jesucristo, de su Sangre preciosa, de su Palabra divina, de los tesoros de la Redención;
- al tesoro de ser -por voluntad de nuestro Señor- la administradora de los méritos infinitos de su Redención para la salvación de todo el género humano. Aquí tiene su fundamento teológico y se explica el tema tan controvertido por la Reforma protestante de las “Indulgencias”;
- al tesoro de la santidad de todos los hijos de la Iglesia, sobre todo de aquellos que más han sobresalido por el heroísmo de sus virtudes: los mártires, las vírgenes, los confesores, los santos de todos los tiempos, de cualquier cultura, raza, sexo o condición social;
- al tesoro de la FE de todos los cristianos;
- al tesoro de la CARIDAD de la Iglesia: la cantidad de obras de caridad que dirigen muchísimos de sus hijos en todos los países del mundo, sin ningún sueldo, sólo por amor a Cristo y a sus semejantes: hospitales, ancianatos, orfanatorios, clínicas para enfermos de cáncer, SIDA y de todos los males; casas para niñas abandonadas, mujeres violadas, casas de asistencia a los drogadictos, leprosos, pobres, emigrantes; escuelas para todas las clases sociales, atención a los desamparados, a la niñez, a la familia, misiones, obras de solidaridad, etc., etc., etc.
¡En cualquier parte del mundo donde hay pobreza y sufrimiento de cualquier tipo, allí está presente la Iglesia para ayudar, apoyar, consolar!
Podemos ver, por ejemplo, un pasaje de la historia de San Lorenzo, diácono y mártir del siglo III: El año 257 d.C. se desató otra persecución contra la Iglesia naciente, instigada por el ministro de finanzas del imperio romano y actuada por el emperador Valentiniano: se acusó a la Iglesia de acumular “secretos tesoros” -¡vea que la acusación no es nueva!- y se llamó a juicio al diácono Lorenzo para que entregara esos tesoros. San Lorenzo, entonces, reúne a todos los ciegos, cojos, enfermos y pobres de la ciudad de Roma y se los presenta al emperador, diciendo: “Aquí están nuestros tesoros eternos, que jamás desaparecerán y que siempre nos darán inmensos frutos y ganancias, esparcidos por el mundo entero”.
¡¡ÉSTOS SON LOS VERDADEROS “TESOROS DEL VATICANO Y DE LA IGLESIA”!!
Detrás de una Pietà de Miguel Ángel, de una Anunciación de Fra Angélico o de una catedral de Burgos hay algo más que el interés cultural. En cada uno de estas obras, yace la fe de un hombre, de un pueblo que quiso rendir culto, alabar de una manera palpable a Dios. Delante de ellas cuántos hombres han rezado, cuántos han inclinado su cabeza, cuántos han levantado sus corazones a Dios.
No, la Iglesia de ahora no tiene derecho a vender la fe, expresada plásticamente, de sus antepasados ni claudicar la fe de sus futuros hermanos. La Iglesia no puede venderlos porque éstos bienes perderían el significado último y único de su existir y el dinero que se obtuviera por ellos, ayudaría en muy poco a solucionar el problema de la pobreza, cuyas raíces son mucho más profundas y no se solucionará con un fajo de billetes, sino sólo con la conversión del corazón del hombre.
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